Cuenta el autor que, capturado por el enemigo, lo confinaron en una celda. Por las miradas desdeñosas y el rudo tratamiento que recibió de sus carceleros, estaba seguro de que al día siguiente lo ejecutarían. A partir de aquí contaré la historia tal como la recuerdo, con mis propias palabras.
«Estaba seguro de que me matarían, y me fui poniendo tremendamente inquieto y nervioso. Repasé mis bolsillos en busca de algún cigarrillo que pudiera haber quedado en ellos pese al registro y encontré uno que, con manos temblorosas, apenas pude llevarme a los labios. Pero no tenía fósforos; eso sí se lo habían llevado.
»Por entre los barrotes miré a mi carcelero, que evitaba mantener contacto conmigo. Después de todo, nadie intenta mirar a los ojos a una cosa, a un cadáver. Decidí preguntarle:
»—¿Tiene fuego, por favor?
»Me miró, se encogió de hombros y se acercó a encenderme el cigarrillo.
»Mientras se acercaba para encender el fósforo, sin intención alguna, nuestros ojos se cruzaron. En ese momento, sin saber por qué, le sonreí. Quizá fuera por nerviosismo, tal vez porque cuando dos personas están muy cerca una de otra es muy difícil no sonreír. En todo caso, le sonreí. En ese instante fue como si se encendiera una chispa en nuestros corazones, en nuestras almas: éramos humanos. Sé que aunque él no lo quería, mi sonrisa pasó a través de los barrotes y provocó otra sonrisa en sus labios. Me encendió el cigarrillo y se quedó cerca, mirándome directamente a los ojos, sin dejar de sonreír.
»También yo seguí sonriéndole; ahora ya lo veía como a una persona, no como a un simple carcelero. Pareció como si el hecho de que me mirara hubiera cobrado también una nueva dimensión.
»—¿Tienes hijos? —me preguntó.
»—Si, mira.
»Saqué la cañera y busqué las fotos de mi familia. Él también sacó las fotos de sus hijos y empezó a hablar de los planes y las esperanzas que ellos le inspiraban. A mí se me llenaron los ojos de lágrimas. Le dije que temía no volver a ver nunca a mi familia, no poder llegar a verlos crecer. A él también se le humedecieron los ojos.
»De pronto, sin decir nada más, abrió la puerta y sin añadir palabra me guió hacia la salida. Ya fuera de la cárcel, silenciosamente y por callejas apartadas, me condujo fuera de la ciudad. Allí, ya casi en el límite, me dejó en libertad y, sin una palabra más, regresó.
»Aquella sonrisa me había salvado la vida.
Sí, la sonrisa... el contacto espontáneo, natural, no afectado entre las personas. Éste es un episodio que cuento en mi trabajo porque me gustaría que la gente pensara en que, debajo de todas las capas defensivas que construimos para protegernos, para proteger nuestra dignidad, nuestros títulos, nuestros grados, nuestro estatus y nuestra necesidad de que nos vean de tal o cual manera... por debajo de todo eso, sigue estando, auténtico y esencial, lo que somos. No me asusta llamarlo alma. Realmente, creo que si esa parte de ti y esa parte de mí pudieran reconocerse la una a la otra, no seríamos enemigos. No podríamos sentir odio ni envidia ni miedo. Con tristeza llego a la conclusión de que todos esos estratos que tan cuidadosamente vamos construyendo a lo largo de toda la vida, nos distancian de los demás y nos aíslan de cualquier auténtico contacto con ellos. El relato de Saint-Exupéry nos habla de ese momento mágico en que dos almas se reconocen.
No he tenido más que unos pocos momentos como aquél. Enamorarse es un ejemplo y también observar a un bebé. ¿Por qué sonreímos cuando vemos un bebé? Quizá sea porque vemos a alguien que aún no tiene todas esas barreras defensivas, alguien que, bien lo sabemos, cuando nos sonríe lo hace de forma totalmente auténtica y sin engaños. Y el alma de bebé que seguimos llevando dentro sonríe con melancólico agradecimiento.
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